El entrenador habló en exclusiva a raíz de que se cumplen dos décadas de un momento icónico: la salida de Andrés Nocioni, el pase de Alejandro Montecchia y la canasta de Manu, a falta de 3 segundos y 8 milésimas, en el triunfo de Argentina sobre Serbia y Montenegro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004.
Quién iba a decir, hace 20 años atrás, que 3 segundos y 8 milésimas iban a durar una eternidad. En la retina del hincha -incluso del más olvidadizo- está el oro olímpico y el triunfo frente a Italia, por 84 a 69. Pero eso no podría haber ocurrido, si el 15 de agosto de 2004, en los Juegos de Atenas, unos locos con imaginación vestidos de celeste y blanco, representando a la Selección Argentina en básquet, no hacían la jugada de su vida en el debut frente a Serbia y Montenegro.
Con el marcador 81-82, tras el libre convertido de Dejan Tomašević, el tiempo se paralizó al menos para los protagonistas: la salida de Andrés Nocioni, el pase de Alejandro Montecchia y la canasta de Manu Ginobili -con palomita incluida- no tendrán jamás fecha de caducidad. Fue 83-82, fue la pirueta de la revancha de la derrota con Yugoslavia, en la final del Mundial de Indianápolis, dos años atrás.
El triunfo tiene un sabor especial para todos los que lo vivieron, en particular para Rubén Magnano, entrenador de ese equipo, a quien hasta el día de hoy se lo recuerdan cada vez que lo ven. ¿Por qué? Porque hizo una alocada corrida que quedará para siempre como el festejo que simboliza aquel momento irrepetible.
Magnano se hizo un lugar en su agenda, no tan atareada como en otras épocas ya que está retirado, para charlar en exclusiva con TyCSports.com y hacer un repaso. “Te podría mentir y decir que la planiqué yo. Es toda capacidad, es todo talento por parte de los jugadores“, cuenta entre risas.
“Fue producto de la capacidad táctica y técnica. De lo emotivo del momento, de saber no caer en desesperación ante tan poco tiempo. De jugar con esa precisión y velocidad para lograrlo”, prosigue el DT cordobés.
Vale mencionar que antes de aquella obra de arte realizada casi sobre la chicharra -Ginobili soltó la pelota cuando restaban 7 décimas de segundo-, el propio jugador había desperdiciado un tiro libre cuando el partido estaba 76-78. Pero como si fuera una pelicula, Manu se guardó su talento para la última posesión, la de su canasta inigualable que abrió paso a la corrida.
A través de una llamada telefónica, Magnano se relaja y confiesa: “Me recuerdan más por el festejo que por la medalla dorada. La gente me agradece y confunde ese momento como si hubiera sido en la final. Quizás, de pronto, estaba vaticinando lo que se venía días después“.
Terminado el partido, luego de las protestas en vano realizadas por los serbios buscando cualquier excusa para evitar la caída, el plantel argentino se dispuso a festejar como correspondía: abrazos, besos y locura desenfrenada tanto en la tribuna, como en la cancha.
Parte de esa locura invadió el cuerpo del entrenador, que no recuerda “absolutamente nada” de su corrida: “Yo me desayuno con eso al otro día, en una sesión de entrenamiento. Ginobili me toca el hombro y me hace ver, a través de una computadora, que era lo que había pasado. La adrenalina de aquel momento siento que me lo hizo olvidar”.
Lo inolvidable para Magnano -también para todos- es lo que pasó después. Ya es historia. Las postales de aquella tarde griega, del 15 de agosto, no podrían haber sido más perfectas, en un partido sufrido que se definió con una de las jugadas más icónicas de la historia del básquet nacional y se inmortalizó con la corrida más icónica de la historia del básquet nacional.