En los últimos años estamos asistiendo a una volatilidad política y social, que nos da la sensación de rebelión ciudadana contra los políticos de turno, esos mismos políticos que fueron elegidos por esos mismos ciudadanos rebeldes.
Queda claro que es muy difícil para un presidente sostener un mandato, ya sea una reelección o dejarle el cargo a un nuevo mandatario del mismo color político.
Pasó en Chile con el tándem Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera-Boric (y un posible regreso de un gobierno de centro derecha otra vez), pasó en La Argentina con Cristina Fernández-Macri-Alberto Fernández (O Cristina)-Milei, o en Brasil con Rouseff-Bolsonaro-Lula, y así podemos mencionar a varios casos similares, salvo en las dictaduras que se suponen eternas.
Pero este ida y vuelta frenético, no era tan común observarlo en la democracia de EE.UU, dónde generalmente se daba la reelección o al menos un período más del mismo signo político.
Obama-Trump-Biden-Trump…
Otra vez, y contra todos los pruritos democráticos, Donald Trump es elegido con la holgura suficiente como para no dejar dudas de los vaivenes de los electorados, que más allá de un color político, están dirigidos por necesidades inmediatas.
Según las encuestas de opinión, los factores más relevantes que consideraban los ciudadanos eran la democracia y la economía.
Claramente, era la economía estúpidos…
Más allá de la particular visión de la democracia que sostiene Trump, el populismo nacionalista que plantea su propuesta, sumada al énfasis en la producción y el trabajo “americano”, parece ser superador a la convivencia y a la mirada social que plantean los demócratas.
Si bien históricamente el objetivo superior de ambos partidos es la paz interior, la manera de alcanzarla tiene variantes que Trump profundizó.
Los demócratas impulsan los derechos humanos, el consumo a partir del pleno empleo, la justicia social, la mirada global y la relevancia en el mundo, en tanto que los republicanos siempre se volcaron al capitalismo puro, al crecimiento vía economía de mercado, al individualismo y a una mirada más interna que internacional.
Eso puede llevar a pensar que los demócratas son palomos, y los republicanos halcones. Pero esto es historia y daría la sensación que hoy son otros ejes los que movilizan a una sociedad disconforme con cualquier relato, pero también cuidadosa de las formas con las que es gobernada. Ni Trump parece tan republicano, ni tampoco tan antidemócrata. Es el pragmatismo lo que guía.
En esta parte del mundo, algunos festejaron más que otros. Pero se olvidan de que Trump es casi un conservador, pero no liberal, y menos aún libertario. Trump no es Milei, tampoco un demócrata liberal.
La apertura económica siempre tendrá restricciones basadas en el potencial de un país que tiene todo y que con el estilo Trump impone reglas, y muchas veces barreras. La mirada social estará más lejos del progresismo y la promesa de endurecer las políticas de inmigración y de relaciones con el mundo resultan atractivas para los más conservadores.
¿Por qué se agotan rápidamente los relatos políticos unificadores y se sostienen aquellos que se suponen pragmáticos y que resuelven la vida personal por sobre lo colectivo? ¿Por qué el inmigrante que fue ilegal y hoy es ciudadano americano, desprecia a quienes son inmigrantes como él lo fue? ¿Sálvese quien pueda? Así parece.
En la elección anterior de Trump, dije en tono irónico que Homero Simpson era el símbolo del votante del magnate, pero ya no creo que sea así. La insatisfacción y las carencias urgentes a todo nivel están por sobre los relatos románticamente democráticos que cada vez parecen ser menos convincentes.
El retraso de los modelos de la socialdemocracia, y en muchos casos la tibieza de la democracia liberal, chocan con la inmediatez que propone el pragmatismo y el personalismo, aún cuando ese pragmatismo sea una señal autocrática que pueda erosionar libertades en el pensar y en el hacer. Aunque por suerte, siempre hay un límite.
Ese que impone la democracia.
Es clara la ansiedad por la paz y la seguridad, y también que la economía es un pilar esencial en esa búsqueda, pero cuidado, así como se confía un mandato este puede revertirse en un período electoral, o más dramáticamente, antes que ese período finalice.
Dependerá de la aptitud negociadora, conciliadora y de apertura a acuerdos, lo que exige alta calidad política y voluntad para aceptar el disenso democrático.
Hoy los “centros” son tibios, y los extremos parecen dar las respuestas. Pero esos extremos son los que determinan el péndulo en el que las sociedades viven, y dónde se disputa la convivencia ciudadana, la que no es necesario romper para gobernar salvo en modelos autocráticos.
Si bien este es un momento de supuesta efervescencia extrema, el largo plazo determina que la tibieza de los que conviven en un centro político es la que predomina.
Ojalá, Trump nos sorprenda. Todos sabemos que no es tibio, lo que para muchos es un riesgo para la continuidad del mejor modelo de gobierno que, con fallas, por suerte aún existe: La democracia.