Se proyectaba que iba a ser una carrera estrecha por la presidencia del país y el resultado fue una paliza. Trump y los republicanos se hicieron además con la mayoría en el senado y, al momento de escribir esta columna, están muy cerca de obtener el dominio de la cámara de representantes. Siendo Estados Unidos el país principal en el mundo y más allá de la gran cantidad de análisis emitidos y en curso, siempre hay espacio para algunos comentarios y reflexiones adicionales sobre lo acontecido y que sin duda reverberará globalmente.
La primera ineludible gran pregunta es cómo un candidato condenado penalmente y con numerosos procesos abiertos, lo que incluye un llamado a la insurrección desconociendo el resultado electoral en 2020, así como un historial comprobado e ininterrumpido de injurias, calumnias y mentiras pudo ser reelegido y además masivamente.
La respuesta necesariamente tiene que ver con dos dimensiones: el estado de ánimo y las emociones de los ciudadanos, así como las propuestas de los candidatos y de sus partidos.
Respecto de lo primero, la anterior elección de Trump dejó en evidencia un sentimiento de enojo y temor de una alta proporción de la población del país. Enojo con las élites tradicionales y con el rumbo de la nación, con políticas que a su entender no los beneficiaban, sino al contrario. Junto con esto, quedó expuesto el miedo al deterioro de sus condiciones de vida, con menos trabajo e ingresos y temor sobre el rumbo de la transformación y desnaturalización percibida del país, de la mano de una inmigración descontrolada y de sus efectos colaterales como una mayor inseguridad.
Ese estado de ánimo supo ser captado por Trump y sobre el mismo se catapultó a la presidencia en 2016. Ocho años después de ese hito y con el interludio de un gobierno demócrata, queda demostrado que esos sentimientos y emociones no han desaparecido.
Ese factor por supuesto debe vincularse con las propuestas de los candidatos y ahí me pareció muy interesante una encuesta que hizo la cadena CBS a boca de urna, preguntando a los votantes, cuáles eran sus prioridades o principales preocupaciones para ser recogidas por el gobierno. Mientras quienes votaron por Harris indicaron como su primera preocupación el estado de la democracia, seguida por el aborto y la economía, para los votantes de Trump el orden era la economía por lejos, seguido de la inmigración.
Claramente no se puede armar un programa de gobierno en torno al estado de la democracia y el aborto. La primera finalidad del estado y del gobierno de turno es dar seguridad y permitir que las personas se desarrollen. En un mundo cada vez más inseguro, estas condiciones se vuelven perentorias para las sociedades y eso ha sido recogido por numerosos candidatos y gobernantes.
Del resultado presidencial y parlamentario, quedó claro que los demócratas no supieron interpretar el estado de ánimo mayoritario y por lo tanto no apuntaron a sus necesidades. Bastante razón tienen las críticas a la ideología woke, más allá de su exageración. El Partido Demócrata ha debilitado sus tradicionales lazos con sindicatos y las comunidades afroamericana y latina, abrazando una serie de causas que podrán satisfacer a diversos segmentos, pero que no representan actualmente el sentir mayoritario. Eso aplica a las denominadas “fuerzas progresistas” en todo el mundo que han creído que atender prioritariamente a una creciente diversidad social necesariamente interpretará a la mayoría de la población y no es el caso, como lo están demostrando un abanico creciente de resultados electorales.
Una cosa es abogar por grupos y representarlos, por ejemplo en el parlamento, y otra dar un rumbo colectivo a una creciente fragmentación social. Por supuesto no es nada fácil, pero en el contexto actual la economía y la seguridad están emergiendo como denominadores comunes. Quien logre convencer al electorado de que podrá lidiar exitosamente con ambos será elegido. Y en Estados Unidos Trump supo conectar mejor con eso.
Por eso es indispensable que el Partido Demócrata haga un rápido ejercicio de introspección para volver a sintonizar con las aspiraciones mayoritarias, ofreciendo alternativas atractivas a partir de sus valores más profundos como la igualdad racial y a justicia social. Para eso tiene un lapso de dos años, hasta las elecciones de mitad de período.
Otra pregunta que me ha rondado desde la primera elección de Trump y otros fenómenos electorales, es si es posible construir una mejor sociedad sobre la base del miedo y del enojo o rabia. Ambos son grandes movilizadores que pueden permitir ganar una elección, pero no parecen adecuados para gobernar porque fomentan la división en la lógica del “ellos” y “nosotros”. En el primer gobierno de Trump se agudizó la polarización. Por esa vía una sociedad puede llegar a fracturarse. Por eso, si en esta ocasión Trump persiste en azuzar las diferencias, amenazará peligrosamente la unidad del país. Una sociedad solo puede desarrollarse efectivamente en torno a la reconciliación, la unidad y la esperanza.
En la misma línea, esta elección y las dos anteriores que han tenido a Trump como protagonista, levantan fuertemente el clásico, pero esencial tema de los medios y fines. Las tres campañas fueron extremadamente virulentas, con insultos, descalificaciones y gruesas mentiras, lo que ha venido principalmente del campo de Trump incluyéndolo con un rol capital. Se puede decir que él cambió la dinámica de estos procesos, abandonando todo fair play. Sus seguidores y electores no necesariamente comparten esas prácticas, pero generalmente lo excusan diciendo que lo relevante no es lo que dice sino lo que hace e intentará hacer, especialmente en el ámbito económico, y que confían en que será un buen gobierno. Cabe interrogarse si es aceptable e inocuo que se instale esa lógica del todo vale para llegar al poder y su tolerancia social, importando solo que acceda al gobierno quien se vea como más capaz. Al respecto pienso que se está haciendo un gran daño al sistema, abriendo las puertas a la violencia.
Además, y proveniendo de una de las más sólidas democracias del mundo, normaliza para otros conductas que erosionarán los sistemas democráticos.
Con el control del ejecutivo y del legislativo y con una corte suprema con clara mayoría conservadora, la posibilidad de “pasar la aplanadora y de correr el cerco” es tentadora. Recién en dos años más vendrá la posibilidad para la oposición de romper ese dominio absoluto, pero en el intertanto podrían pasar muchas cosas.
Este dominio absoluto que Trump tendrá en los próximos dos años abre también el espacio para grandes cambios en la arena internacional y en la política exterior desarrollada por Biden. Las primeras señales podrían darse en relación con Ucrania e Israel. Mientras para el primer país esta elección es un baldazo de agua fría porque podría traducirse en el término de la indispensable ayuda norteamericana, con la consecuencia casi segura de forzar a la rendición ucraniana, en el segundo caso podría significar un cheque en blanco para Israel, incluyendo la posibilidad de atacar a Irán.
Otro gran damnificado podría ser el tema ambiental, en el cual Trump parece no creer.
En materia económica es muy probable que se profundice la agenda proteccionista, así como la guerra comercial con China.
América Latina seguirá no siendo prioritaria para Estados Unidos con la segura excepción en materia de seguridad y migraciones. Ahí es de esperar una actitud mucho más activa y dura del país del norte, para responder a una de las principales preocupaciones de su población.
Nuestra región podría también estar bajo la lupa en función de cómo evolucione la rivalidad con China. Eso probablemente se reflejará en un espacio cada vez más constreñido para mantener relaciones similares con ambas potencias, forzando a definiciones entre una u otra.
Por la influencia de esta gran potencia, habrá mucho que analizar y decir en las próximas semanas sobre lo qué pasó y podría acontecer. Por mi parte tengo una sola certeza: habrá más incertidumbre en el mundo en los próximos años.