“Amo a mi país, pero me avergüenza mi gobierno”; “No más mentiras, bono universal, Monte Sinai”; “Si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”. Estas consignas resonaron el lunes pasado, en una protesta organizada por los damnificados del megaincendio que afectó a Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana. Entre carpas instaladas y personas vestidas con overoles blancos y caretas con los rostros del Presidente Boric, la Ministra Tohá y el Ministro Montes, los manifestantes denunciaron el abandono del Estado. Diez de ellos anunciaron una huelga de hambre, cansados de esperar respuestas que nunca llegan.
El incendio, ocurrido el 2 y 3 de febrero de 2024, destruyó más de 8.000 viviendas y dejó a miles de familias sin un lugar donde vivir. Hoy, casi un año después, la reconstrucción avanza con una lentitud inexcusable: apenas el 3.4% de las viviendas afectadas están en ejecución, y según los propios damnificados, solo 10 han sido entregadas por el Estado. Muchas familias, agotadas de esperar, han levantado sus hogares en los mismos terrenos riesgosos donde lo perdieron todo. El incendio dejó escombros; la reconstrucción ha dejado frustración.
Chile no es un país incapaz de enfrentar tragedias de esta magnitud. Tras el terremoto de 2010, el Estado demostró que tiene la capacidad técnica y económica para responder con rapidez. En menos de un año, se repusieron servicios básicos, las rutas principales fueron reparadas y la reconstrucción avanzó. Entonces, ¿qué falló esta vez? La falta de coordinación, ayudas económicas insuficientes, una centralización excesiva y la paralización de actores técnicos son factores que explican por qué los afectados siguen viviendo las consecuencias de la tragedia.
Primero, la mala gestión. Aunque el gobierno central, el gobierno regional y los municipios estuvieron alineados bajo una misma coalición durante todo 2024, no hubo coordinación ni liderazgo efectivo. Esta falta de planificación y prioridades ha sido un obstáculo permanente. La destitución del director regional del Serviu, Rodrigo Uribe, anunciada la semana pasada, es un reflejo de esta ineficiencia. Sin embargo, su salida no resolverá los problemas estructurales de un proceso que sigue avanzando a cuentagotas.
Segundo, la paralización de actores técnicos. Esa falta de liderazgo también tuvo consecuencias directas en los equipos encargados de llevar a cabo la reconstrucción. En noviembre pasado, 46 arquitectos y consultores detuvieron sus funciones debido a servicios impagos por parte del Serviu. Este paro retrasó los trabajos y evidenció la incapacidad de la administración para gestionar recursos básicos.
Tercero, las ayudas económicas. El bono de acogida, diseñado para permitir que las familias arrienden mientras se reconstruyen sus hogares, fue definido solo hasta diciembre de 2024 y luego extendido a enero de 2025. Hoy, no está claro si se renovará. Según los propios afectados, la categorización de damnificados en “hábiles” e “inhábiles” dejó a muchas familias fuera de la ayuda, reforzando la frustración en un contexto donde todas deberían haber recibido apoyo.
Por último, la centralización. En un país más descentralizado, el gobernador regional y los alcaldes habrían liderado la reconstrucción con mayor eficacia, priorizando las necesidades locales y actuando con rapidez. Sin autonomía ni recursos suficientes, el gobernador y los alcaldes quedaron relegados a un rol secundario. Esta desconexión entre Santiago y las regiones no solo ralentiza las soluciones, sino que perpetúa desigualdades que afectan más a las zonas vulnerables.
Cuando el incendio terminó, el Presidente Boric afirmó que “la reconstrucción será una prioridad para nuestro gobierno”. Sin embargo, esas palabras no se han traducido en hechos. La tragedia no solo dejó escombros y cenizas; dejó también una deuda que el Estado no ha sabido saldar.
La reconstrucción no puede depender de promesas vacías ni de medidas improvisadas. Chile sabe cómo levantarse tras las tragedias, pero en este caso, el desafío no es solo técnico. Es político, social y humano. A un año del desastre es el momento de demostrar que el Estado puede actuar con eficiencia, compromiso y humanidad, respondiendo a quienes más lo necesitan.