La antipolítica ha encontrado cabida a través de las tendencias que intentan socavar los espacios tradicionales de información, formación, deliberación y decisión. Todo el proceso político y sus derivaciones aplicadas e institucionales han sido debilitados desde la desconfianza, la disrupción y un exceso de ideologismo que intencionalmente nos lleva a caminos sin acuerdos ni salidas. La llamada batalla cultural empujada por los extremos políticos ha facilitado la simplificación y caricaturización de la función pública, del espacio político propiamente tal y de la ciudadanía que lo habita.
La política tradicional también ha mostrado un desgaste frente a los desafíos que plantea un mundo diverso, fragmentado, agresivo y jerarquizado. La cultura woke y la reacción que nace de la alt-right confluyen en la crítica hacia la política formal, muchas veces desprestigiada por escándalos, corrupción o bajo nivel de conocimientos. El problema estriba es que ambos extremos se alimentan de una interpretación de los acontecimientos que agrava la situación inicial fomentando la cancelación y la confrontación.
Las identidades multiplicadas y convertidas en archipiélagos que tras las banderas de la cultura woke acusan opresiones estructurales y sistémicas, abogan por un particularismo distintivo pero a la vez divisivo. Las jerarquías tradicionales defendidas por la alt-right incrementan las cumbres diferenciadoras de un segmento de la población en detrimento del resto. En todos los escenarios, el sentido concreto de lo universal se diluye y lo común se relativiza tras una perspectiva cerrada y auto-excluyente. Una malentendida indignación moral acompañada de escándalo, exposición pública, cancelación, activismo digital y deslegitimación nociva del adversario terminan atentando contra las herramientas democráticas del diálogo, del debate racional y persuasivo, en contra de la mesura y de los acuerdos amplios, razonables y pragmáticos.
Los fantasmas abstractos del globalismo, de la supremacía blanca, del feminismo radical, del marxismo cultural rondan nuestras vidas cotidianas y nos alimentan de un innecesario rupturismo. Eso es básicamente la antipolítica, inclinación ciega que erosiona, enferma y degrada el espacio público. Se aboca a buscar conflictos irreconciliables, aumenta las aporías y los alcances agresivos de todo discurso; se aleja de las soluciones y las convergencias.
En nuestro país, sin embargo, estamos siendo testigos de una interesante tendencia profundamente democrática y transversal, tendencia que se viene forjando desde lo local. Muchos alcaldes y alcaldesas están generando instancias para intercambiar conocimientos, articular operativos conjuntos, buscar espacios de cooperación intermunicipal y propender a capacitaciones colectivas. Más allá de ideologismos, enfrentamientos binarios, enemigos inventados y abstracciones no cotidianas emerge lo común, lo de todos los días, las redes de salud, educación y cultura que hablan de necesidades idénticas en territorios diversos, un renacer de los universales concretos. La cooperación, la solidaridad, la convivencia, los cabildos, la corresponsabilidad y toda participación ampliada se refuerzan a través de lo local, viva imagen de lo concreto, lo necesario, lo real; imagen de aquella comunidad muchas veces ocultada por los discursos conspirativos, paranoicos, dañinos e ideologizados.
Las autoridades municipales de Las Condes, Maipú, Renca, Independencia, Ñuñoa, por nombrar algunas comunas, desde sus diversas perspectivas políticas han ido reafirmando los fundamentos sociales de toda democracia sustantiva, profunda y de rostro humano. Lo transversal traducido en conversaciones constructivas, intercambio de conocimientos y ampliación de perspectivas contribuye al mundo de las soluciones y los avances. Así mueren los extremos, las ideologías que los inventan y todas aquellas mentiras que nos separan de nosotros mismos, de nuestras vidas reales y de nuestro profundo sentido de comunidad.