Bauman, en “Maldad líquida”, comenta que los momentos de protesta revelan mucho acerca de lo que los pueblos no quieren, pero muy poco de lo que desean en lugar de aquello otro. Asimismo, hace mención de que los hitos de fracaso están condenados a la muerte, siendo tildados de fiasco y vergüenza, mientras son enterrados en el olvido. Escribe que, en el mundo contemporáneo y sus lógicas de poder, se impide la responsabilidad moral de los individuos, e incluso no se le permite tener influencia en el estado ni en los eventuales cambios de las cosas. De esta manera, y recordando a Arendt, alude a que la única manera de ser moral es mediante la desobediencia.
Fisher, por otra parte, critica profundamente la acción política de sacrificar a unos cuantos civiles por un bien mayor, cuando se realiza un juicio público de quiénes son las personas de bien, y en su defecto, quiénes representan el mal. De este modo, denuncia que los poderes políticos justifican la intención de los muertos en conflicto a manos de los buenos, sobre la base de que nunca será la misma intención del presunto terrorista que ataca civiles. Y ese juicio, por supuesto, está predefinido en una lógica de poder, a partir de connotaciones simplistas e injustas contra la acción de los denunciantes.
Sebastián Piñera, al declarar la guerra contra el “enemigo poderoso”, tomó posición en lo que en adelante sería su modalidad de represión contra los desobedientes. Sin embargo, a la par de la ebullición de la población chilena, la institucionalidad sufre un declive a nivel transversal, lo que implica un complejo debate público y una polarización que, por un lado, impide la visión hacia una vía de solución al conflicto, y por otro, desenfoca las demandas aun cuando están sustentadas en la más evidente inequidad estructural, desplegada en problemáticas económicas, sociales y culturales. El proyecto constitucional materializó la oportunidad de cambios profundos, pero el mismo pueblo, sin saber realmente lo que necesita, se retracta bajo el moldeamiento de una opinión pública que dispara contra los enemigos, en lugar de buscar un posicionamiento en las materias socialmente relevantes.
A cinco años de la revuelta, la sociedad chilena no insiste en sus luchas, y éstas vuelven a perder forma con un alto riesgo hacia el olvido, como es de costumbre. El país no sólo ha demostrado torpeza e ineptitud para la resolución de sus legítimas demandas, sino que ha recibido una nueva ola de descaradas revelaciones de injusticias que provienen de una obvia influencia política y el privilegio del poder económico. La ira en 2019 inició desde el subsuelo, como en una representación de la proveniencia de la segregación, pero sólo logró castigos contra el propio pueblo. Y ahora, paradójicamente, en plena consolidación de la transparencia y su acceso público, el pueblo no logra encontrar alternativas. Sólo le queda reaccionar en las redes sociales acerca del escándalo de Hermosilla y sus indeterminados vínculos, la crisis institucional de la Universidad San Sebastián, la venta de contenido para adultos por parte de personas con arresto domiciliario, como Polizzi y Barriga, entre otras situaciones que lo que tienen de escandalosas, también lo tienen de espectaculares, despertando el sabroso interés por los likes y el click bait en la publicación sensacionalista. En ese sentido, la masividad producto de la mediatización de los conflictos, influye en la fuerza de reacción y atenta contra la cohesión del tejido social.
Hoy Chile está lejos de ser -estructuralmente hablando- un país inclusivo, intercultural, interseccional, feminista y pluralista, sobre la base de una ilusión progresista que se sostiene en ideas y situaciones anecdóticas, más no en la superación de las lógicas neoliberales que establecen límites segregadores para el acceso al sistema de servicios sociales.
Mientras el pueblo siga creyendo que esforzándose en el trabajo o logrando méritos académicos recibirá el premio de la moralidad, no encontrará alternativa. Nos sobran ejemplos de impunidad y de giros perceptivos en torno a las posturas políticas. De enemigo poderoso, no tenemos nada.