Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson han sido galardonados con nada menos que el Premio Nobel de Economía. Su inconmensurable aporte a la comprensión de las instituciones y la estrecha relación que guardan éstas con la prosperidad de las naciones nos invita a detenernos en algunas reflexiones, sobre todo en una semana como ésta.
Los autores han circunscrito su trabajo a la comprensión de las instituciones, según sean éstas de carácter inclusivas o extractivas. Cuando las instituciones son capaces de generar procesos virtuosos, donde se aprovechan las ventajas de los mercados inclusivos, se estimula la innovación tecnológica, se invierte en capital humano y se cuenta con un sistema político robusto y pluralista, nos referimos a instituciones inclusivas que terminan por determinar, según los autores, el progreso de una nación. Por el contrario, las instituciones extractivas serían las que propician condiciones para la captura del poder, clientelismo y concentración económica, en cuyo caso el progreso se vuelve cuesta arriba. Su hipótesis, de forma lúcida, ha orientado el pensamiento político y económico contemporáneo, dando paso a valiosas reflexiones sobre trayectorias futuras.
A 5 años del estallido social, con el trabajo de los autores fresco y vigente, vale preguntarse ¿gozan de buena salud nuestras instituciones? La respuesta es ambivalente. Es cierto, por un lado, que la crisis social fue un golpe a nuestra institucionalidad. Con un Poder Ejecutivo que carecía de apoyo alguno, un Poder Judicial totalmente deslegitimado y un Poder Legislativo corriendo en círculos, el malestar ciudadano se dio a entender como un hastío para con nuestras instituciones. En los últimos 30 años, Chile experimentó una consolidación institucional relevante, lo que trajo aparejado un progreso significativo en el bienestar social y económico. Ahora, ¿significó aquel progreso la consolidación de una institucionalidad inclusiva? El reconocido distanciamiento de las élites políticas y económicas para con las premuras ciudadanas —que se explica por sí sola con la famosa cuña “no lo vimos venir”— sirve como una primera aproximación a la respuesta. La gestación de un sentir de inseguridad ante los vaivenes del mundo moderno, al márgen de las instituciones y sus agendas, sólo puede dar cuenta de un desafío aún vigente: construir una institucionalidad más inclusiva que conduzca a tiempo y responda a las tensiones de la modernidad.
No obstante, también es cierto que a pesar de todo, nuestra institucionalidad ha sorteado de buena manera las tensiones políticas, económicas y sociales que derivaron de aquella crisis. Esto no es inocuo, muy por el contrario, es una oportunidad. A la desconexión de las élites con la ciudadanía no le sigue necesariamente la idea de que nuestras instituciones no cuentan con la suficiente solidez para dar curso a un proyecto país que ofrezca mayor prosperidad. Somos un país con instituciones sólidas, capaces de encauzar soluciones responsables y democráticas a problemas complejos. Ejemplo de aquellos son los procesos constitucionales que, aunque fallidos, dieron cauce democrático a un ambiente que aparentaba ser una amenaza para el orden institucional. Y aunque, como mencioné anteriormente, hay elementos de los que tenemos que hacernos cargo, las reglas de juego que rigen en Chile son perfectamente compatibles con lo que Acemoglu, Johnson y Robinson llaman inclusividad institucional. Es crucial adoptar un relato de desarrollo país que releve la necesidad de adoptar una institucionalidad resiliente con capacidad de adaptarse a los cambios del mundo moderno. Son justamente esos cambios los que nos ofrecen oportunidades sin precedentes para un mejor progreso económico y social.