En las últimas semanas se ha dado un álgido debate respecto a la situación de las finanzas públicas. El asunto merece la mayor atención, considerando que las acciones a tomar en la materia comprometen no sólo la salud financiera del Estado, sino también la prosperidad económica y social de nuestro país.
Quizás la premisa más cuestionada ha sido la conocida regla fiscal que, en estricto rigor, es el principio rector de las finanzas públicas en Chile. Esta regla consiste en ahorrar durante los períodos de bonanza y gastar en los periodos de recesión, como la crisis financiera de 2008, el estallido social de 2019 o la pandemia de 2020. Su objetivo último es mantener un equilibrio estructural entre la recaudación y los gastos del gobierno, conforme a las proyecciones que realice el Ministerio de Hacienda sobre los ingresos en el mediano plazo. Es a partir de este criterio sobre el cual el Fisco establece una meta estructural condicionada a la evolución de los ingresos del Estado, procurando velar por la salud de las finanzas públicas en el corto y mediano plazo.
No obstante, durante los últimos años, el bajo desempeño económico, junto con las crisis político-institucionales, el mayor gasto comprometido por los gobiernos y las erradas proyecciones de Hacienda sobre los ingresos del Fisco, han terminado por deteriorar el desempeño de nuestras finanzas públicas. No hemos logrado avanzar hacia un mayor equilibrio en nuestra balanza, haciendo que gastemos más de lo que proyectamos, arrastrando, como consecuencia, déficits al erario. Lo anterior lleva a que el gasto comprometido termine por alejar el balance efectivo —aquel que experimentamos en la realidad— del estructural —aquél proyectado por el ejecutivo—. ¿El resultado? emisión de deuda pública —cada vez más cerca al nivel prudente del 45%— y desgaste de los ahorros del Estado alojados en sus fondos soberanos.
Por otro lado, no podemos soslayar que nuestro país aún carga con demandas sumamente sensibles —como lo son la reforma de pensiones, la sala cuna universal, el sistema nacional de cuidados, entre otros—. Dichas reformas, de llegar a puerto, comprometerán el gasto permanente del Estado, volviendo aún más difícil la convergencia entre ingresos y gastos. Todo gasto permanente requiere de ingresos permanentes. Tenemos entonces por un lado premuras por solucionar, y por otro, ausencia de recursos para financiar dichas demandas.
¿Qué podemos hacer ante este embrollo fiscal? Ciertamente, aumentar la carga impositiva no parece ser una salida efectiva. Fe de ello da el fracaso en los objetivos de recaudación de las reformas tributarias impulsadas en la última década. Lo cierto es que Chile ya cuenta con niveles de carga sobre la renta elevados. Persistir en esta lógica podría tener efectos indeseados en la recaudación, comprometiendo aún más la materialización de las reformas que Chile necesita.
La solución parece no ser otra que retomar la senda de crecimiento. Chile lleva una década sumido en el estancamiento económico. Bajo gobiernos de distinto signo, nuestra economía no ha logrado despegar y pondera, entre los años 2014 y 2024, un magro crecimiento de un 1,9% anual. Pero lo cierto es que las oportunidades están ahí. La transición energética, el desarrollo científico tecnológico, la mayor demanda de minerales críticos y la multiplicidad de ventajas comparativas que tiene nuestro país de cara a estas oportunidades ofrecen una hoja de ruta que, anclada en un plan de desarrollo sostenible con reglas del juego claras y metas creíbles, puede significar un cambio de rumbo. Aumentar el espacio fiscal para consolidar las reformas que apremian pasa necesariamente por crecer más. Necesitamos hacer de nuestra economía una pujante, dinámica y atractiva para inversionistas a lo largo del mundo. Solo así volveremos a respirar tranquilos y consensuar aquellos cambios que el Chile de hoy necesita.