En septiembre del año 1874 se entregaron las obras definitivas de uno de los proyectos más emblemáticos del por entonces Intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackenna: el paseo del cerro Santa Lucía. La intención del político y hombre de letras -cualidad siempre escasa- buscaba más que hermosear el peñasco, cuya toponimia indígena como Huelén había sustituido Pedro de Valdivia por el nombre de la protectora de la vista y los ciegos. Ferviente adepto a la ideología del progreso propia del siglo XIX, el Intendente tenía por objetivo sobre todo conformar una realidad material que hiciera de la aún joven capital chilena una ciudad moderna. La pretensión de las urbes latinoamericanas como Santiago por reproducir aquella imagen que aspiraban -el de la metrópolis europea con Paris como horizonte- tenía una meta: demostrar su capacidad de imitar lo moderno, aun cuando estuvieran lejos de serlo.
Podemos apreciar en su notable diseño lúdicas influencias neoclásicas, muy en boga al otro lado del Atlántico por aquellos años, pero construida con mano de obra del trabajo forzado de presos. Algún reo debió aportar el Código Penal promulgado el mismo año, cuerpo legal que sancionaba la vagancia propia de los sectores populares -según la mirada de la élite. Porque la verdad sea dicha, pocas voces hacían eco a las palabras del norteamericano Enrique Meiggs, el empresario ferrocarrilero norteamericano que había celebrado a los trabajadores chilenos. Por el contrario, el plan de transformación al que aspiraba Vicuña Mackenna llevaba en su seno una característica común de la ciudad latinoamericana como era el de la presencia en su interior de dos espacios diferenciados y a la vez complementarios, el de la oligarquía dominante y otro de los sectores populares.
Esta distinción, definida ya hace décadas por Armando de Ramón, se manifiesta abiertamente en otro de los grandes ejes del proyecto urbano del Intendente: la construcción del camino cintura. Curiosamente, es uno de los aspectos menos conocidos del plan; por cierto, una serie de avenidas rodeando el por entonces área central de Santiago (un poco menor, pero cercano a los actuales límites municipales), cuyos objetivos eran favorecer la conectividad mediante vías férreas que debían recorrerlo. Pero también era una suerte de cordón sanitario frente a la otra ciudad, aquella ajena a la propia según las palabras del intendente: del “aduar africano” al “Cairo infecto”, según definiciones de una elite sin culpas poscoloniales, la ciudad de los pobres era un espacio que debía ser apartado, higienizado y controlado. Porque obviamente era necesario, en algún lugar debía habitar toda esa mano de obra que construía los prodigios modernos que se materializaban en la ciudad propia.
Sin menospreciar los alcances del proyecto de Vicuña Mackenna, creo necesario volver sobre la segregación urbana que, en mi opinión, se consolida con el nacimiento de la ciudad moderna no solo en Chile, sino en toda Latinoamérica. Esta apreciación nace desde una mirada general; pero si volvemos a poner el foco en la obra particular que hoy conmemoramos, debemos recordar que el paseo del Santa Lucía -pese a la opinión del intendente, quien lo había proyectado como de libre acceso a los santiaguinos- no surgió como espacio público, puesto que se debió pagar por su ingreso hasta inicios de la década de 1890. La segregación espacial es también una herencia: si llevamos estas problemáticas históricas al presente, podemos apreciarla revisando algunas cifras respecto al acceso a áreas verdes que tienen, por ejemplo, las comunas de Vitacura comparada con La Pintana: en un citado estudio del año 2010 realizado por Sonia Reyes e Isabel Figueroa, solo el 19,6% de la población de este último municipio tenía acceso a áreas verdes, mientras en la primera esta cifra aumentaba al 74,1%.
Considero relevante plantear nuevamente hoy estos temas, no con el ánimo de empañar la conmemoración de un hecho relevante para nuestra ciudad como el trabajo de construcción del cerro Santa Lucía, hito patrimonial y espacio imprescindible para quien desea rehuir -aunque sea de momento- la neurosis que acompaña la vida urbana. Pero sí de comprender como algunas de estas obras tienen segundas lecturas, que aún cuando puedan ser rebatidas por otras miradas, no pueden negar ciertos hechos como la inequidad espacial, cuestión que urbanistas del siglo XX como el austríaco Karl Brunner observaron – por algo promovió la construcción de un gran parque sur, idea que finalmente se materializó en el estadio Nacional- y sus discípulos como Juan Parrochia intentaron contrarrestar mediante el diseño de infraestructuras como el Metro. Para la escala actual de Santiago, estas respuestas ya son hoy insuficientes, por lo cual todo aporte a la reflexión puede ser el punto de partida para nuevas ideas considerando que tenemos en el horizonte la celebración de los quinientos años de la urbe mapochina.