Ayer fui a comprar los regalos de mis hijos por Navidad y quedé impactada. No por los precios ni por la cantidad de gente, sino por la distribución burda y anticuada que vi en los juguetes. En una de las grandes tiendas, los carteles orientaban a los compradores con mensajes como “Radiocontrol remoto” o “Cocinas”, pero lo más llamativo era que cada cartel se acompañaba de la imagen de un niño o una niña.
La distribución era predecible: belleza, cocinas, peluches y muñecas con una niña en pose angelical; juegos didácticos, juegos de mesa, radiocontrol y figuras con un niño riendo, en actitud libre y activa.
Al ver esto, siento que no hemos avanzado nada. Como madre, siempre he dicho a mis hijos que no existen colores ni juguetes exclusivos para niños o niñas, pero la realidad nos contradice. Esta segregación temprana de roles impacta profundamente en cómo nos desarrollamos como sociedad. Los datos lo confirman: en el ámbito de las tareas domésticas y de cuidado, las mujeres seguimos llevando la mayor parte de la carga, y esto se refleja en las cifras del burnout parental, un síndrome de agotamiento ligado a la crianza.
En mi último estudio, evalué a 400 familias constituidas por madres, padres y al menos un hijo/a preescolar. Encontramos que 117 de las madres estaban en riesgo moderado, riesgo alto o ya presentaban burnout parental. En contraste, solo 46 padres se encontraban en esos mismos rangos. Y cuando profundizamos, observamos un patrón inquietante: en las familias donde había padres con burnout, siempre había una madre que puntuaba aún más alto. No existía un solo caso donde el padre estuviera quemado y la madre no.
Estas diferencias tienen raíces profundas. Investigaciones como las de Isabelle Roskam y Moïra Mikolajczak muestran que el burnout parental se desarrolla de forma diferente entre hombres y mujeres. Mientras las mujeres suelen esperar a estar completamente agotadas para mostrar síntomas, los hombres empiezan a manifestarlos antes, incluso cuando el desequilibrio entre estresores y recursos no es tan grande. ¿La razón? La socialización de roles de género.
Desde pequeñas, a las niñas se les enseña a cuidar: jugar a la casita, con cocinas y muñecas. Crecemos creyendo que es nuestro deber. En cambio, los niños reciben el mensaje de que el cuidado no es su responsabilidad, y ambos internalizan la idea de que las madres saben cuidar mejor. Esto perpetúa una visión desigual, donde los padres se autoexcluyen o son excluidos de las tareas de cuidado. Aunque cada vez más padres adoptan una paternidad activa, la sociedad aún celebra al padre que “ayuda”, mientras que a las madres que hacen lo mismo o más, simplemente se les exige. Peor aún, si fallan, son juzgadas con dureza.
Si queremos cambiar esto y fomentar un mayor involucramiento paterno desde las políticas públicas —como los esfuerzos del programa Chile Crece Contigo o las discusiones sobre el postnatal paterno—, debemos empezar por mirar cómo estamos formando a nuestras niñas y niños. Campañas publicitarias como las que vi en la tienda no ayudan; al contrario, refuerzan estereotipos que obstaculizan el cambio.
Los juguetes no tienen género. Los colores no tienen género. Y, sobre todo, las tareas de cuidado y domésticas tampoco deberían tenerlo. Es hora de que dejemos de perpetuar estas divisiones desde la infancia si queremos construir una sociedad verdaderamente igualitaria.