El triunfo del 5 de octubre de 1988 marca el comienzo de un cambio gradual, transicional y con elementos de transacción. El carácter consensuado y consciente de las voluntades y relaciones de persuasión y fuerza de los actores involucrados implicó un itinerario acordado y reformista. La transformación política se realizó dentro de la política, al interior de su dinámica e instituciones; la gradualidad contribuyó a la adaptación progresiva de un país que no reunía condiciones democráticas y materiales que mitigaran la efervescencia del cambio en curso. El ritmo controlado, cuidado y acotado, según pertinencia, generó un trasfondo de continuidad institucional y una cultura política de acuerdos. Esa continuidad dialogada apuntó a dejar atrás la dictadura y ese giro se hizo sin perder la meta de mantener la estabilidad; la estrategia consciente y responsable fue neutralizando las características de polarización y represión propias de la dictadura militar. El establecimiento de elecciones libres, la integración de todas las perspectivas políticas y la vocación por construir mayorías disminuyó toda posibilidad de regresión hacia el autoritarismo.
Si miramos y reflexionamos en torno al 18 de octubre de 2019 la situación es muy distinta; claramente no hay gradualidad, no hay estrategia consciente y todas las ideas y acciones estuvieron envueltas en una tendencia repentina, radical y muchas veces violenta. La manifestación disruptiva tampoco mostró acuerdos internos, agenda política o alternativas para comprender potenciales cambios incrementales. Es un tiempo frente a un límite, la última carta de una generación que no vivió la dictadura, que jamás internalizó los esfuerzos por reconstruir un tejido sociopolítico y que se vio a sí misma como la primera estación de una nueva historia. Esa mezcla ambigua entre revuelta, revolución y saqueo sacudió nuestros valores, inercias y proyecciones. Desde el fenómeno hay una explosión impredecible, muy similar a las erupciones con muchos avisos previos, pero sin coordenadas del todo precisas.
La ruptura simbólica buscó redefinir nuestra historia presente y lo hizo quemando la modernidad, derribando monumentos del pasado y apropiándose de la materialidad esquiva. La idea era demoler los vestigios de todo autoritarismo histórico, vestigios próximos del pinochetismo y las conexiones con todo status quo. El valor del 5 de octubre reside justamente en la conciencia del todo, en la articulación de las diferencias desde la restauración política e institucional; alguien podría argumentar que aquello es una obviedad considerando el pasado dictatorial. El punto aquí es otro, con dictadura o sin dictadura la estabilidad institucional permite certidumbre jurídica y económica, integración de actores, partidos y organizaciones clave de nuestra sociedad. De alguna u otra forma la postura disruptiva inventó un antagonismo radicalizado, forzó una interpretación bélica y estableció, desde la percepción, la existencia de componentes dictatoriales al interior del gobierno de turno.
Lo anterior, confirma el intento por acelerar los procesos, polarizar las relaciones sociopolíticas y consolidar la absoluta necesidad de cambio constitucional. La ideologización, fragmentación y contradicciones de los hechos de aquel tiempo solo alcanzaron para convenir un acuerdo procedimental que pavimentó los proyectos constitucionales posteriores. Los fundamentos y dinámicas sociológicas de toda democracia fueron pasados por alto; por ello sigue pendiente el pacto social profundo, ese pacto que desde la sociedad confirma nuestras cercanías y lejanías políticas.
Los octubres diferentes responden a (in)comprensiones de realidad muy diversas y ello invita reflexionar sobre la conciencia y responsabilidad de nuestras autoridades, ciudadanía e instituciones. Lo del 5 de octubre de 1988 rebasa incluso su contingencia y significa no solo la restauración democrática sino también la construcción de un caminar pacífico, gradual, evolutivo y adaptable. Probablemente sectores de derecha e izquierda viven en democracia sin haber realizado la transición valórica necesaria respecto a extremismos, fanatismos y populismos; otros sectores han retrocedido para mantener cuotas de poder. La importancia para nosotros es que el contrapunto positivo es posible porque el 5 de octubre de 1988 sigue siendo un momento al cual podemos acudir, una épica posible y realista que inauguró los mejores años de nuestra historia independiente y bajo la premisa lograda de integración de los moderados, de los dialogantes, de los reconciliados, en fin, de los demócratas.