Ya conocido el cuantioso sueldo de Marcela Cubillos en la Universidad San Sebastián, moros y cristianos han salido al paso, ya sea a defender a la candidata, o bien, a condenar dicho contrato. Ambos piños han enarbolado rápidamente dos principios que, según dicen, debiesen regir el orden social: la libertad y el mérito.
Fue la propia candidata de Las Condes la que comenzó su defensa alegando un “atentado a la libertad”, refiriéndose específicamente a la libertad de trabajo y contratación en instituciones privadas. Para ella, cualquier persona que cuestionara el monto que recibía mensualmente, así como su procedencia, era un aliado del octubrismo. Al parecer, vivir en un país libre y “defender las ideas de la libertad”, significaría que un establecimiento educacional privado puede –conforme a la ley– hacer y deshacer a su antojo, según nada más que sus propios estándares morales.
Por otro lado, quienes condenan –o al menos cuestionan– el sueldo de Cubillos, sugieren que los salarios, en este caso, pero también el prestigio, la influencia y el acceso a oportunidades deberían definirse en función del mérito. Una “sociedad meritocrática” sería aquella donde, eliminadas las barreras que impiden el éxito, las personas merecen la retribución que sus aptitudes y esfuerzos les permiten obtener. Este principio –con muchísima legitimidad social– opera bajo el supuesto de que basta solo el esfuerzo y superación individual para recibir recompensas. Marcela Cubillos, en este caso, no tendría las credenciales académicas, fruto de su propio esfuerzo, para ganar tamaño sueldo.
No es nada casual que a cinco años del estallido social sea esto lo que estamos discutiendo. ¿Qué significa promover una libertad sin límites, por una parte, y una sociedad basada principalmente en el mérito, por el otro?
Toda la empresa política-filosófica del reconocido pensador contemporáneo, Michael J. Sandel, ha buscado cuestionar ambos planteamientos cuando no se acompañan de virtudes como la justicia y la solidaridad. Para él, una libertad sin consideración de las consecuencias sociales y un sistema meritocrático que ignora las desigualdades estructurales pueden erosionar el sentido de comunidad y justicia. En su visión, la verdadera libertad no puede existir sin responsabilidad hacia los demás; y el mérito no debe ser el único criterio para medir el valor de una persona en la sociedad.
Con los niveles de desigualdad que padecemos (somos de los países más desiguales de la OCDE), una sociedad meritocrática que pone especial énfasis en el talento, el esfuerzo y el éxito, fomenta la competencia entre las personas y acentúa un individualismo nocivo, donde los exitosos ven a los rezagados como moralmente responsables de su propio fracaso. El problema de esto es que la meritocracia no repara en los problemas estructurales que limitan el pleno despliegue personal, sobre todo de quienes nacen en condiciones menos ventajosas. Además, no parece del todo cierto que las aptitudes que me llevan a competir con más éxito son solo obra mía. ¿En qué medida también son las condiciones sociales propensas (las familias, comunidades, un buen profesor, las circunstancias favorables y las oportunidades recibidas) las que me llevaron a competir y triunfar?
Del mismo modo, cuando hablamos de libertad de contratación y trabajo de una institución educativa, no podemos desligarla de la función social que ella cumple. En este caso, no es lo mismo una empresa que tiene por objeto maximizar utilidades que una universidad (privada o no) que, aparte de la búsqueda de la verdad y el cultivo de ciertos saberes, pretende generar equidad social y fortalecer la cohesión de la comunidad. Pretender una libertad no anclada en principios morales, no sólo le regala a la izquierda la prueba de su hipótesis (los privados hacen lo que les place, aún a costa de la comunidad), sino que olvida que la principal explicación la merecen los estudiantes y académicos de dicha casa de estudios que, con este tipo de prácticas, incuban rabia y resentimiento social.
A cinco años de la anomia social, es necesario comprender que tanto la libertad como el mérito no son atributos individuales, sino que se nutren de un tejido comunitario que los hace posibles. La libertad cobra sentido cuando está acompañada de responsabilidad hacia los demás, y el mérito solo puede ser valorado justamente cuando reconocemos las oportunidades y el apoyo que permiten su desarrollo. Así como no se llega a ser una sociedad cohesionada solo maximizando utilidades o garantizando libertades de acción, tampoco se logra asumiendo que el éxito es únicamente resultado del mérito individual.