Hay campeones que celebran con trofeos y hay campeones que se quiebran frente a un altar. Alberto García Aspe y Antonio “Turco” Mohamed jamás jugaron juntos, pero comparten un hilo invisible, ese que no necesita camiseta ni reglamento: la fe bautizada en crisis y agradecida en gloria.
Aspe: El mediocampista que ganó títulos y entregó su alma
García Aspe era disciplinado, metódico, casi impermeable a sentimentalismos. Iba a misa, sí, pero sin desbordarse. Hasta que la vida lo puso contra la lona.
Su conversión no se dio por moda ni por costumbre, sino cuando la muerte rozó la cuna de su familia:
“La conversión, en realidad, con lo de la virgen, fue cuando nació mi segunda hija, Jimena y después se viene un evento difícil” narra en entrevista exclusiva para Grupo Multimedios.
Estaba concentrado en Valle de Bravo para la Liguilla cuando le soltaron el golpe: su esposa, Rosy Peláez, en estado crítico. Un doctor le habla con la frialdad de quien opera entre vida y muerte: firme aquí, la situación es gravísima.

Un hombre acostumbrado a resolver dentro de la cancha se vio impotente fuera de ella. Esa noche fue su desierto espiritual: “Fue una noche terrible… pasaron muchos eventos”.
A las cinco de la mañana llegan amigos y familiares para rezar el rosario. Aspe confiesa su reacción humana, imperfecta:“Yo decía, qué imprudencia… ¿qué tiene que estar haciendo?”. Justamente cuando terminaron de rezar el rosario. El “Capi” tuvo la oportunidad de ver a su esposa ¿casualidad o milagro?
La angustia lo rebasa y le anuncia a su compañera de vida lo que cree inevitable: no jugará la liguilla. Pero Rosy —que acababa de sobrevivir— lo endereza con una sentencia que cargaba mandato y fe:“Lo único que te pido es que en tres semanas estemos levantando la copa juntos.”
Y así fue. Necaxa ganó su primer título en 57 años.
Pero la historia no termina en el pasto; su alma se quebró frente a la imagen de la Guadalupana. Cuando estaba concentrado para jugar un partido de la Selección Mexicana y Rosy le pidió dejar la concentración para ir a un lugar de privilegio. Beto no tenía idea a dónde iría, cuando vio a la Virgen de frente se desarmó.
“Cuando me hinco ante ella, fue algo indescriptible, empecé a llorar como niño, la mirada de la virgen me traspasó.”
No necesitó retórica teológica. Fue cuerpo, llanto, rendición. Desde entonces la devoción dejó de ser ritual y se volvió norte. Él lo resume con la claridad que solo da el que ya probó el abismo: “Yo intento festejar virgen todos los días, no nada más el 12.” La Virgen no le dio campeonatos, no gloria, le devolvió la vida de su mujer que casi pierde, le ha dado una familia unida y paz, mucha paz. Y eso es invaluable.
Mohamed: El técnico que carga la fe como amuleto
Antonio Mohamed vive sus creencias sin pedir permiso. Lo multaron por salir con una camisa con la Virgen cuando dirigía a Pumas. Él no se disculpó: era su armadura.

No se anda con explicaciones teatrales; su devoción es simple, directa y la confesó hace unos días en entrevista exclusiva para Grupo Multimedios. “Siempre tuve mucha fe, soy muy devoto de la Virgen de Guadalupe y siempre estoy agradecido por las cosas lindas que me pasan.”
La Liga puede sancionar uniformes, pero no convicciones. Mohamed no presume, confiesa: “Tengo un altar en mi casa, en Argentina, en el fondo de mi casa.”
Y cuando no está en casa, va a buscarla:“Voy a la iglesia, hablo y siempre estoy agradeciendo por la salud de todos los que me rodean.”
Para él no hay milagros deportivos. El mayor es íntimo, doméstico: “El máximo milagro es el de ahora, que me regaló ser abuelo.”
Mohamed agradece sin métrica táctica. La Virgen es compañía, refugio, memoria viva de las heridas que la vida no le borró.
Dos caminos, una misma mirada al cielo
García Aspe llegó a su fe desde el miedo. Mohamed, desde gratitud constante. Ambos, a su modo, se arrodillan ante la Morenita del Tepeyac.
Uno tembló ante la posibilidad de perder a Rosy. El otro sobrevivió a dolores que la cancha nunca midió.
La Guadalupana no aparece como estampita decorativa, sino como presencia que convierte al futbolista en padre, al técnico en abuelo, al campeón en creyente.
Uno lo dice con serenidad: “El mayor logro que me dio es tener una familia.”
El otro lo resume igual, aunque con otra historia: “Soy muy devoto… siempre la llevo conmigo.”
Aspe lloró al mirar la imagen. Mohamed se atreve a vestirla en público aunque le cueste multa.
Los une algo más profundo que el fútbol: la certeza de que, cuando el balón deja de rodar, hay una mujer morena en un cerro del Tepeyac a quien dirigirse. Y esa fe —en un mundo donde los títulos envejecen— es lo único que no pierden.
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